rutina asfixiante

sábado, 4 de julio de 2009

Cierra la puerta con llave, dos vueltas. Corre hacia la parada del autobús y se sube al primero que pasa, todos le vienen bien. Se baja cuatro paradas después; entra en el metro. Como siempre, ya no quedan periódicos y no tiene nada que leer. Una estación, dos, y baja. Alguien bloquea el lado izquierdo de la escalera mecánica.

Llega a la oficina diez minutos tarde, pero, como siempre, no hay nadie para darse cuenta. Deja el bolso en su silla; la luz roja del contestador no parpadea. Últimamente no llama nadie, nunca. Bosteza estirando los dos brazos. Cuelga la chaquetita y el pañuelo en el perchero; todavía queda un buen rato hasta que llegue alguien.

Mientras su computadora se enciende, ella sube las persianas y abre las ventanas para que entre un poco del aire fresco de la mañana. Sale a las escaleras de incendios y mira hacia abajo. Busca con la mirada a la señora mayor que pasea al perro negro enorme, cada día a esa hora. Cuando ve a su jefa doblar la esquina, vuelve a entrar. Se sienta a su mesa y espera a escuchar el ruido de las llaves en la puerta. "Hola", "Buenos días" y un "qué tal" que ni espera ni quiere oír respuesta.

Un rato más tarde, cuando el silencio incómodo está a punto de hacerse insoportable, llega la jefa de ambas. Pregunta si hay llamadas, "No". O mensajes "Tampoco". Se pone a redactar algo. Ella no sabe qué hacer y ya está cansada de ir mendigando tareas. Suena su teléfono; es él. Una llamada de un minuto escaso, hablando en un rincón de la oficina, que le permite evadirse momentáneamente. Después, vuelve a su mesa.

Se siente inquietantemente prescindible, lo cual no ayuda en nada a su ya de por sí frágil estabilidad emocional. Las cinco horas hasta el descanso de mediodía se hacen eternas...

Por las tardes, sólo va ella a la oficina. Mejor, le gusta disfrutar del silencio cómodo.

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